No sé muy bien cómo introducir esta
entrada... F de flipar. Sí, de cómo flipé cuando llegué a casa con
Mollete. Y mira que es algo que deseaba con todo mi corazón... y
tuve 9 meses para hacerme a la idea, pero ¿de verdad esos 9 meses
son suficientes para los padres primerizos para asumir e interiorizar
lo que se les viene encima? Sinceramente, creo que no.
El hospital fue un poco como el
camarote de los hermanos Marx (aunque ya hubiera deseado yo comer por lo menos un huevo duro los días tras la cesárea, que pasé más hambre que los perros chiquititos), en contra de mis deseos. Las únicas
lágrimas de desesperación que he soltado durante mi maternidad han
sido el 22 de febrero de 2012, cuando yo lo único que quería era
tiempo y calma para poder seguir conociendo a mi pequeña. El primer
día me respetaron bastante... pero el segundo ¡parece que se abrió
la veda! Yo sentada en el sillón, sin moverme mucho porque la cicatriz me tenía un tanto cohibida; mi hija en la cuna rodeada de caretos de gente, o de brazo en brazo, sin decir ni mu y aguantando el chaparrón. Yo la quería coger pero no me podía levantar, y con el barullo no me escuchaban decir que quería cogerla yo un rato, que acababa de conocerla y llevaba 9 meses esperando ese momento... Les perdono a todos, porque sé que solo tenían buenas
intenciones y querían compartir nuestra alegría por la llegada del
bollito, pero aquello fue demasiado para mí.
En el hospital, como venía diciendo
(es que siempre me voy por las ramas, leches), era todo muy irreal, y
no alcanzaba a valorar la magnitud de lo que tenía entre manos.
Simplemente me limité a dejar pasar el tiempo. Pero
llegamos a casa y, de repente, me di cuenta del lío en el que me
había metido : sobre el cambiador había una criaturita de 52 cm, gordita y llena de rollitos;
con las piernas encogidas y mirada perdida (por no decir: con la bizquera típica de los bebés, jaja); con un body friki totalmente incomprensible para ella, que su madre le había hecho.
No se movía especialmente, ni hacía grandes ruiditos. Simplemente
movía su lengüecilla, tanto tanto que parecía que se le iba a
desenroscar. La miré. ¡Y flipé! Son de esos momentos en que se te
para el mundo, y deja de existir lo que te rodea. Solo estás tú,
ahí, quieto, con Mollete delante. ¡Y volví a flipar! ¿Qué hago
yo ahora con esto? ¿Dónde lo pongo? ¿Seguro que sabré identificar
cuándo quiere comer? ¿Cómo sabré si le duele algo? ¿Sentirá
todo todo todo lo que la quiero? ¡Jobar, que es mi hija! ¡Qué
fuerrrrrteeee! Y lo que es peor, ¿qué espera ella de mí? ¿Cómo
se supone que tiene que ser nuestra relación? ¡Anda, que lo mismo
tenía que haberlo pensado más, que ya no hay vuelta atrás! Que la peque por fin y definitivamente está en ese cambiador, que llevaba vacío varios meses.
Pero era taaan mona y taaan graciosa, con
esas muecas que hacía (lengua parriba, lengua pabajo), que me dieron
igual todas las preguntas metafísicas que me habían ido surgiendo,
y decidí que lo que iba a hacer era disfrutar de esa niña y pasar
buenos ratos con la pequeñaja, a la que, lo más curioso de todo, tenía la sensación de conocer de siempre.