Subida a lo alto del frondoso árbol, Sofía observaba la
mustia escena con su catalejo mientras esquivaba las hojas que se empeñaban en
quitarle la visión.
El circo, con su carpa a rayas rojas y blancas, llevaba
varios días en la ciudad, pero ese día no habría función. Un payaso demacrado y
con gesto triste, a pesar de la sonrisa dibujada en su cara, alzaba una copa de
aguardiente para brindar por el amigo que se iba. El hombre orquesta, ataviado con
su boina raída por el tiempo, tocaba una amarga melodía mientras los
trapecistas, desde lo alto de la carpa, tiraban flores marchitas para despedir
al león. Todos estaban apenados a pesar de que era así como debía ser: el animal
que antaño luciera una poblada melena pero que ahora parecía un muñeco de trapo
compungido, regresaba a su hogar, a la sabana. De donde nunca debió haber
salido.