No hacía más que llover y Sofía, aburrida, tamborileaba los dedos sobre la mesa. Llevaba así tooooodo el día y no se lo podía creer cuando salió el sol y entró calentito por la ventana del dormitorio.
De un brinco bajó de la silla y se puso las botas de agua para salir a saltar en los charcos.
Boing, boing, boing... se alejaba de casa de charco en charco. De pronto pasó al lado de una estatua y... ¡dos lágrimas caían de sus ojos!
-No, se dijo. Eso son las gotas de lluvia que han quedado ahí.
Pero cuando se alejaba la estatua habló y le dijo:
-Perdona, ¿podrías soplarme en el ojo? El viento metió arena en mis ojos. Me molesta bastante.
Sofía se hizo muy amiga de la estatua y periódicamente iba a verla por si necesitaba algo. Hay que cuidar a los amigos; comprobar que están bien.
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