Hace una semana a estas horas estaba de camino a casa de
vuelta de una semana en El Hierro. En el avión escribí esto que ahora
reproduzco:
Bueno… eso es lo que quiero hacer creer a los demás. Lo malo
es que ni siquiera sé cuál es el motivo de todo esto. Pero es así.
Y como mujer dura que soy no derramé ni una lagrimita el día
que me reincorporé al trabajo tras mi permiso de maternidad; ni cuando me fui
por primera vez al cine dejando a Mollete al cuidado de otra persona. Tan
siquiera en su primer día de guarde…
Pero esta vez me iba de casa de lunes a viernes. Yo estaba
convencida de que no me iba a afectar. Pero ¡ay cuando agarré la puerta esa
mañana camino del aeropuerto! La cogí en brazos y parecía que incluso ella sabía
que iba a estar fuera varios días. Apoyó la cabeza sombre mi hombro y no me
soltaba. Mis ojos aún estaban secos pero yo comenzaba a ablandarme. Fue mi
marido quien me tuvo que instar a irme o perdería el avión. Total, que solté a
la peque, enfilé el pasillo y salí por la puerta. Llamé al ascensor y ellos
quedaron en el recibidor esperando. Volví a darle un beso a la enana, y otro. Y
otro más. Y no me quería ir. Y una tristeza enorme comenzó a salir de mi
corazón y me invadió entera hasta salir por mis ojos en forma de lágrimas. Y no
podía irme, quería quedarme con ella.
Desde que me metí en el ascensor camino del aeropuerto no he
podido dejar de pensar en ella. En su cara de pilla y en su sonrisa. En sus
mofletes y en sus piececitos. Y cada día imaginaba mi llegada a Barajas.
Ahora mismo estoy en el avión. Nerviosa. No puedo esperar a
bajar y abrazarla. Nunca en la vida había estado más nerviosa por el
reencuentro con alguien. Nunca he tenido más amor contenido. Nunca jamás he
tenido una sonrisa más boba en la cara que ahora que pienso en ella y escribo
esto.