La semana Santa para mí siempre ha sido muy especial. No desde el punto de vista religioso, sino porque suponía una ruptura total a mitad de curso: 4 días en los que me olvidaba de todo y volvía con energía renovada. Y creo que, hoy en día, ya sólo ese recuerdo me ayuda a desconectar.
Pero empezaba mal la semana Santa. Después de llevar 3 días cargados de trabajo iba a tener que trabajar también durante las vacaciones: para el domingo tenía que hacer entrega de unas tareas de un curso de Python que estaba haciendo, y además tendría que hacer guardia de mi trabajo un par de noches. Eso sí, desde casa, en pantuflas y con un té, que eso siempre se agradece. Pero no... si son vacaciones, son vacaciones. Hay que reservar algo de tiempo libre para disfrutar y estar con la familia. Y no lo hice bien: empecé echando el resto, yendo de un lado para otro con el teléfono encendido pendiente del trabajo. Y si dejaba el móvil, sacaba el portátil. Rechazaba de entrada planes porque veía que no llegaba a todo. Y eso no hay cabeza sana que lo aguante.
Total, que el viernes por la tarde, ¡zas! Hasta aquí vemos llegado. De repente miré a Mollete, la veía enredar, coger cosas y jugar con su padre, y me di cuenta de que ya no era un bebé. Y no quería darme cuenta de pronto de que me había perdido cosas. Suena exagerado, y sé que por 4 días la peque no iba a cambiar sustancialmente y pasar a ser otra. Pero caí en la cuenta de que si entraba en esa espiral de obsesionarme con el trabajo, no iba a salir fácilmente. Y que lo mejor era poner tierra de por medio desde el principio.
Lo primero fue una llorera de agobio: no me iba a dar tiempo a entregar los ejercicios del domingo, y no iba a estar descansada para la siguiente guardia. Me sentía infeliz, porque ni siquiera sentía que lo que estaba haciendo en el trabajo sirviera para algo. Vamos, que era un cero a la izquierda. Lloré un rato. Y de repente me harté de estar triste. Y decidí que así no podía ser. Me lavé la cara y me fui a disfrutar de mi hija y mi marido. ¡A la mierda con todo! No iba a entregar los ejercicios y me daba igual perder el curso. Apagué el teléfono y no quise saber nada del trabajo. ¡Y, ay, qué liberación! Disfruté de ese rato como nunca en mi vida, sin hacer nada especial. Sólo estar dedicada a lo que verdaderamente merece la pena: la gente a la que quieres y que te quiere.
Y al día siguiente, el sábado, más de lo mismo: me fui al campo a disfrutar de mis dos amores, y vuelta a Madrid. La noche del sábado al domingo tuve guardia, y el domingo estuve ya todo el día vagando por el mundo en plan errante... pero con otro espíritu: ¡¡a mí ya no me va a amargar la vida nada ni nadie!!