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La vuelta al mundo en 80 embarazos: Colombia.

miércoles, 22 de octubre de 2014

La vuelta del verano está siendo difícil, y no consigo centrarme mucho, la verdad. Pero por suerte para todos hoy tenemos la colaboración de Diana, de Madre solo hay una (¡os invito a visitar su blog!), una peruana  encantadora afincada en Colombia, que nos va a contar su experiencia de parto en este país.

Sé que revivir estos momentos no es fácil, aunque a veces es una forma de terapia, por lo que tengo que agradecerle desde lo más profundo de mi corazón que haya querido compartirlo con todos nosotros. Espero que os parezca tan interesante y os transmita tanto como como a mí. ¡Muchas gracias, linda!




Ante todo, infinitas gracias a Almu, por haberme invitado a su casa a compartir una experiencia, a contar una historia. 

Es una historia difícil de contar. La historia de mi parto no es bonita. Sin embargo, creo que es necesario narrarla. Creo que es el momento de enfrentarme a mis miedos, y saber que esta vez no tiene por qué repetirse. 

Cuando me enteré de que estaba embarazada, hacía unos meses que había tenido una pérdida. Cuando me enteré de que estaba embarazada, la ilusión se apoderó nuevamente de mí. Pero de pronto, una tarde empecé a sangrar. Llamé a mi ginecólogo y me tiré a la cama a llorar. Por suerte, fue solo un susto. Sin embargo, fue entonces el miedo el que se apoderó de mí. Estaba de vacaciones y no quería salir de mi casa. No quería hablar del tema y solo me dedicaba a dormir. Esperaba la semana 12 con ansias, para poder estar un poco más tranquila.

Pasado el primer trimestre, mi actitud cambió por completo. Me di cuenta de que ni las cosas tristes ni las desgracias familiares tenían por qué repetirse (lo digo porque mi mamá, antes de tenerme a mí, tuvo a una niña que vivió solo unas horas, debido a una negligencia médica ocurrida durante el parto).

Viví el resto de mi embarazo tranquila y feliz. Confiaba plenamente en el personal médico que me iba a atender, del cual me hablaban maravillas. Aquí en Colombia, las personas cotizantes o dependientes suelen estar afiliadas a una EPS (Entidad prestadora de salud), y en Pereira, la ciudad donde vivo, la EPS a la cual yo estaba afiliada contaba con un buen prestigio en cuanto a la calidad de atención en el área de Salud Materno Infantil. Prácticamente todas las mamás que conocía (del trabajo y de la familia de mi esposo) habían dado a luz en la clínica en donde estaba programado mi parto, y me hablaban muy bien del servicio en general.

En ese entonces yo nunca había escuchado palabras como “doula”, “matrona”, “asesora de lactancia”, “parto respetado”, ni mucho menos “violencia obstétrica”. Así que a ojos cerrados, consideré que no podía estar en mejores manos.

Seguí trabajando y asistiendo a mis citas de control prenatal y a mis clases de psicoprofilaxis. En ellas me hablaban de las ventajas del parto natural y de los beneficios de la lactancia materna; me aconsejaban nunca dar biberón y en caso de no poder amamantar, extraerme la leche y dársela en cucharita o jeringa.

La verdad es que yo estaba segurísima de que iba a tener un parto natural, y ni siquiera estaba dispuesta a aplicarme la epidural. También estaba segura de que iba a dar de lactar, y en ningún momento se me cruzó por la cabeza dar biberón.

A medida que se acercaba la fecha, tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar de mi panza, hablarle a mi bebé, ponerle música, decorar su cuarto, lavar su ropita, y ver videos de cómo bañarlo o cambiarle el pañal. Me imaginaba sus ojitos y el cómo nos miraríamos y abrazaríamos por primera vez.

Se acercaba la semana 40 y yo sin el menor atisbo de dar a luz. Nunca sentí las Braxton Hicks, nunca me pesó la panza, nunca me dolieron las piernas, nunca me sentí cansada. Yo era una embarazada fenomenal. De pronto, un viernes por la noche boté el tapón mucoso, y supe, de verdad que lo supe, que mi bebé iba a nacer a la mañana siguiente. Y las contracciones no tardaron en llegar. 

A las 6 de la mañana del sábado, mi esposo y yo partíamos para la clínica. Mi esposo se quedó en la sala de espera porque el protocolo de la clínica no permite que los futuros padres acompañen a las futuras madres durante el trabajo de parto. Su presencia solo es permitida durante el parto, y siempre y cuando hayan también asistido a las clases de psicoprofilaxis. Ah, y si el procedimiento que se va a realizar es una cesárea (programada o de emergencia), simplemente no pueden entrar.
Sin comentarios.

Me empezaron a monitorear y me dijeron: tienes 6 de dilatación, tu bebé nace esta mañana. Yo, feliz de la vida. Las contracciones la verdad es que no me dolían mucho. Me sentía fuerte, poderosa, invencible, una superwoman lista para pujar.

Y de pronto, me acostaron en una camilla. ¿No se supone que era mejor que me dejaran caminar?
Y de pronto, me aplicaron una sustancia a la vena. ¿No se supone que era mejor un parto libre de medicación? 
Ahora sé que esa sustancia era oxitocina sintética. 

Las contracciones empezaron a ser cada vez más fuertes y seguidas. Me empezaron a doler, y mucho. Recuerdo que me retorcía del dolor, pero no me importaba. Estaba dispuesta a resistir. 

Y de pronto, la doctora me dijo: “Dianita, trata de no moverte mucho, vamos a rasgar las membranas...” 

Y lo siguiente que le oí decir fue: “Meconio... Llama rápido a la cirujana”.

Las caras de la doctora y de las enfermeras eran de preocupación. Yo ya sabía qué iba a pasar: me iban a hacer una cesárea. Y lo sabía no porque alguien se hubiera tomado la molestia de explicármelo, sino porque lo mismo le había pasado a una compañera de trabajo: le rasgaron las membranas, encontraron meconio en el líquido amniótico, y se la llevaron al quirófano sin decirle nada. Durante toda la operación, ella se la pasó llorando.

Llegó la cirujana y me hizo el tacto. Yo me retorcía cada vez más del dolor, y le pregunté un par de veces: “Doctora ¿qué hago?”

Cuando por fin se dignó a responderme, me dijo: “¿Qué quieres hacer?”, en un tono indiferente, sin mirarme, casi fastidiada.

Mi bebé nació a las 10 de la mañana. Vi cómo lo levantaron y vi esa mirada de: “What the heck is going on?” que hasta el día de hoy muestra cuando algo no le convence. El momento más lindo de mi vida: verlo por primera vez. Yo buscaba su mirada, me moría por cargarlo, por abrazarlo, pero no me lo entregaban. Pregunté varias veces: “¿Está bien? ¿Está bien?” y nadie me respondía. Hasta que por fin, el anestesiólogo al parecer se apiadó de mí y me contestó: “Tu bebé está muy bien”. 

Y se lo llevaron. Se lo llevaron. No lo pusieron en mi pecho. Se lo llevaron para que lo viera su papá.

Yo me quedé muda, sorprendida, vacía, tirada en una camilla.

¿Por qué no me quejé? ¿Por qué no reclamé? ¿Por qué no grité ni pataleé? Durante mucho tiempo, al recordar esta escena, me hacía estas preguntas y lloraba, echándome la culpa. Cuántas madrugadas no habré llorado. Ahora sé que me encontraba en un estado totalmente vulnerable, a merced de los otros.


Cuando por fin pude tenerlo en mis brazos, mi bebito no se prendía del pecho. Las enfermeras me decían que le diera acostada, que ni se me ocurriera sentarme porque debido a la anestesia raquídea podría darme un fuerte dolor de cabeza. Y mi bebito seguía sin prenderse. Entonces, una de las enfermeras me dijo que dado que mi bebé no estaba tomando leche, era mejor darle un biberón. ¿No se supone que en caso de no poder amamantar, debía extraerme la leche y dársela en cucharita o jeringa? ¿No se supone que, como indicaban TODOS los afiches de la clínica, eran defensores de la lactancia materna?

Me negué rotundamente. 

Siguió pasando el tiempo y mi bebito seguía sin prenderse. Le levantaron una manito, y me 
dijeron que lucía hipoactivo. Y que por eso, se lo tenían que llevar a Neonatos.

Y volví a quedarme sola, tirada en la camilla, recién cesareada, tapada solo con una sábana, y rodeada de otros pacientes, también en camillas, que salían de diversas operaciones.

Cuando por fin volvimos a estar juntos y en nuestro cuarto, seguimos intentando establecer la lactancia. No lo lográbamos, y por ende, seguían apareciendo enfermeras con biberones en mano. Esa primera noche, su primera noche, no la pasó a mi lado. Al parecer, como no lograba comer, se le había bajado el azúcar. Otra vez se lo llevaron a Neonatos. 

Al día siguiente, nos dieron de alta. Pero a los pocos días tuvimos que volver a Neonatos (ya parece chiste ¿no?), porque le dio ictericia, y tuvo que pasar otra noche lejos de mí. Y cuando llegué por él a la mañana siguiente, lo encontré llorando. Llorando. Y la gran respuesta de la enfermera fue: “Ay, no lo había escuchado”.

Pero aunque no lo crean, tengo un buen recuerdo de ese día: apenas lo cargué se calmó inmediatamente, se prendió de mi pecho, y por fin, POR FIN, sentí cómo se nutría de mí. Nunca olvidaré estar dándole pecho de un lado, y ver cómo el otro lado de mi blusa se mojaba completamente. Para mí, eso fue una clara señal de triunfo. Habíamos ganado la batalla.

Y nos fuimos a casa. Con 8 biberones de ready to use formula que nos dio la misma enfermera que no lo había escuchado llorar, y con la intención de no volver nunca más. Afortunadamente, nunca utilizamos esos biberones y nunca más pisamos Neonatos. 

Con el tiempo, descubrí la existencia de doulas, matronas, asesoras de lactancia, así como los conceptos de “parto respetado”, y “violencia obstétrica”. Entonces supe lo que me había pasado. Y si no he llorado al escribir este post es porque, creo, que las heridas han ido sanando. En este proceso de sanación jugaron sin duda un rol fundamental una lactancia que duró más de 2 años, un colecho que dura hasta el día de hoy, y los millones de besos y abrazos que mi niño y yo compartimos 24/7. De alguna manera, así logramos suplir ese primer momento que nos robaron.

Ahora tengo 30 semanas de embarazo, y sé que esta vez será diferente. Empezando porque no voy a dar a luz en esa clínica, sino en la que trabaja mi ginecólogo particular; y porque sé que si tengo que convertirme en Linda Blair para exigir que pongan a mi bebé en mi pecho lo haré con el mayor de los gustos.

No les voy a negar que he tenido y a veces aún tengo miedo. Miedo a una ruptura forzada de membranas, miedo al meconio en el líquido amniótico, miedo de que mi bebé no quiera mamar, miedo a la ictericia, miedo a Neonatos, miedo a cosas terribles que ni siquiera puedo nombrar. 

Sin embargo, sé que tengo que confiar en mí, en mi cuerpo, en mi capacidad de parir; aunque claro, hay momentos en que no me siento tan fuerte. Pero vamos, no puedo darme por vencida. Lo tengo que hacer por mi bebé, por nuestra familia, y por mí. Debo tener la certeza de que el pasado no tiene por qué repetirse, y saber que me espera una nueva maternidad, tan maravillosa y tan enriquecedora como la que me ha regalado mi niño en estos casi 3 años que estamos juntos.

Dicen que toda mujer cambia luego tener un hijo, y también con cada hijo. Yo definitivamente dejé de ser aquella mujer que salió para la clínica esa mañana de enero del 2012. Ahora, estoy ansiosa por saber en quién me convertiré esta vez.