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Mi vida con parches

lunes, 14 de marzo de 2016

Yo tenía una vida estable. Era feliz con unos padres que me querían, un novio fantástico, una familia unida, amigos estupendos y habiendo dejado atrás a las personas dañinas, estudiando lo que me gustaba. Por supuesto la vida no es así, tan perfecta. Quizá había durado demasiado el espejismo y tocaba llevarse una bofetada de realidad.

Mi madre enfermó y en un año y medio se fue. Luego vinieron los dos primeros sustos de mi padre mientras yo intentaba seguir con mi vida y volver a sonreír. Por cada paso positivo que daba, venía uno negativo. Y poco a poco iba avanzando en el camino de mi vida. Supongo que como todos...

Lo malo de la gran parte de cosas buenas de mi vida era que dependían de personas que también tenían derecho a hacer su vida, a su modo. Aunque, vaya mala fortuna, desearon dar un golpe exagerado de timón a su rumbo. Así que, después de un palo familiar, vino el palo de los amigos, sobre todo de una de mis mejores amigas, que decidió que su camino estaba muy lejos de aquí. Con todo su derecho, claro está. Pero uno de los pocos cimientos que quedaban robustos en mi vida, la amistad, comenzó a tambalearse. Y poco a poco a empeorar: lo que parecía una aventura quizá pasajera, se tornó en una decisión definitiva (todo lo definitiva que la vida nos permite determinar las cosas). Mientras mantuviera vínculos con nuestra ciudad seguiría habiendo un nexo de unión que haría posible ese contacto físico esporádicamente. Porque, seamos sinceros, las tecnologías permiten la comunicación, pero no sustituyen todos los aspectos comunicativos, que son tan necesarios: charlar tomando un café, un abrazo, o poder desahogarse más o menos en el momento y no esperando a encontrar el momento propicio en un desfase de 11 horas. Pero si encima ese nexo se desvanece, ¿qué nos queda? ¿El frío skype hasta cumplir los 80? Porque, lamentablemente, en esta ocasión la distancia significa dinero. Mucho.

Mi vida con parches

Entre medias, más sustos de mi padre. Sustos que me como yo sola, por supuesto. Sentir además que, inevitablemente la familia evoluciona, la gran familia, la que va más allá del núcleo diario. Y aunque sigue habiendo esos sentimientos tan fuertes que hacen que los quieras tantísimo, sentir que tú ya no tienes lugar ahí. Falló el pilar que sostenía todo bajo el mismo techo y las cosas comenzaron a virar. Al principio te empeñas en que las cosas sigan como antes, pero quizá es que no debiera ser así. Además, luchar tú sola no tiene sentido. Te sientes rara, a veces incluso boba. Y te cansas.

Porque yo ya me he cansado. Me he cansado de acoplar mi vida a lo que va pasando (aunque puede que vivir signifique eso; no lo sé), para tratar de que, pese a los cambios, todo siga igual. A veces porque yo lo deseo. Otras porque me piden que nada cambie.

Pero es que ya no quiero seguir poniendo parches. Y puede ser egoísta, pero es que no me apetece continuar así. Soy emocionalmente muy inestable y necesito calma en mis aguas. Y esto puede significar romper con todo, pero es que ya no quiero ponerme triste cada poco tiempo porque mi vida siga dejando de tener sentido. No quiero apuntalarla más, sino construir sólidamente. Y es que muchas veces no merece la pena mantener la fachada del edificio, sino derruirlo todo y volver a empezar. Y simplemente conservar dentro de él los preciados recuerdos del pasado.